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Revista Replicante

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jueves, 11 de agosto de 2011

La estética y la tecnociencia

Al doblar las primeras campandas de la Modernidad, con la publicación del Discurso del Método de René Descartes, en el año de 1637, comenzó una era de grandes claroscuros para la humanidad. El periplo de la escudriñación del mundo con base racionalista y matemática, es decir, el despegue acelerado del paradigma científico. Pronto, éste se fue decantando por una de sus vertientes naturales: el instrumentalismo. Porque si la apertura mundana que la ciencia permitia, poseía alcances insospechados en materia de precisión, predictibilidad y manipulación de la materia, el paso obligado era utilizar todas esas ventajas, inéditas en la historia humana, para intervenir de pleno en el entorno del hombre. El embrión de la tecnología fue concebido al mismo tiempo que el de la ciencia. No, por supuesto, que no hubiera en el pasado intervenciones exitosas de los grupos humanos en el medio ambiente y en el resto de las especies animales y vegetales que los circundaban. El cultivo del maíz, el amansamiento de animales, la deforestación y el reencauzamiento de ríos fueron prácticas anejas al sedentarismo tribal desde tiempos inmemoriales. Pero nunca como en la época moderna pudo la técnica fusionarse con la teoría de manera tan vertiginosa y eficiente. Razón y acción fundidas ya para siempre. Por primera vez se tuvo un conocimiento no sólo del cómo sino del porqué de las intervenciones antropogénicas en el planeta. El desarrollo de esto fue imparable y no hizo sino acrecentar sus certezas y su poderío en los tres siglos que median entre la obra cardinal de René Descartes y las desmesuras del siglo XX, la primera de las cuales fue la que el Proyecto Mahattan puso en operación hace más de medio siglo.
La desmesura del progreso científico ha hecho que, prácticamente, carezca de límites racionales. Paradoja mayor, puesto que justamente su incepción marca el inicio de la edad de la razón. El ensanchamiento de los poderes científicos se ha fusionado de manera plena con el de los poderes tecnológicos, cuya única lógica en la del mercado descomunal del capitalismo tardío. Es el periodo de la tecnociencia. En él, hemos llegado al punto de la desregulación total en la práctica y al cumplimiento cabal de lo que el filósofo de la ciencia mexicano, Dr. Jorge Linares, llama el imperativo tecnológico: "hágase todo lo que sea posible hacer por medios tecnocientíficos sin importar las consecuencias" (véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, FCE-UNAM, 2008). Una de las vertientes de la tecnociencia donde el desvarío puede calibrarse con toda claridad es la biotecnología. Rama de crecimiento exponencial en la mayoría de los países pudientes del planeta, goza de un terreno liminal desde el cual operar con mínimas restricciones legales y muy poca intromisión de organismos neutrales para supervisar su labor cotidiana. Muestra de ello ha sido la modificación de especies con fines comerciales, como ha sido el caso del salmón genéticamente modificado de AquaBounty Technologies (puede verse parte de la historia en la nota periodística disponible en: http://digitaljournal.com/article/296644), que se promueve como un logro de mercado con múltiples ventajas como un mayor tamaño y una mayor resistencia a las bajas temperaturas. O qué decir de esfuerzos frívolos que sólo sirven para un dudoso engrandecimiento de las posibilidades tecnocientíficas, como han sido los prototipos de animales fosforescentes de los que los medios han difundido espantosas imágenes a través de la Red y la televisión (existen monos, cerdos, ratones y peces, más lo que la enloquecida dinámica del mercado de la ingeniería genética piense para el día de mañana).
Ante la imposibilidad política y jurídica de intervenir en un inmenso terreno que en verdad se ha ido de las manos de los controles estatales en el mundo entero, la respuesta crítica se ha dado en el nivel conceptual, mediante los análisis, argumentaciones y condenas de filósofos y sociólogos especializados en la materia; y, asimismo, a través de los recursos estéticos que géneros como la novelística permiten. En este sentido, una de las obras pioneras de crítica moral a las posibilidades desmedidas del quehacer científico es, por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Novela gótica espectacular (algunos críticos la consideran postgótica) que, a lo largo del tiempo, se ha afianzado como uno de los lugares de convergencia de la cultura popular occidental, plantea de manera preclara la disyuntiva ética a la que se enfrentaba el científico de la alta Modernidad: hasta dónde podían llevarlo sus poderes de intervención en el mundo, y hasta dónde estaba él dispuesto a llevarlos.
Una reechura acorde con nuestra época postmoderna la llevó a cabo de manera magistral y espectacular Michael Crichton hace una generación, con su exitósisima novela Jurassic Park. A diferencia del clásico de Shelley, la obra de ya fallecido escritor oriundo de Chicago empalma su crítica con los tiempos que corren: ya no es el solo individuo obnubilado por las capacidades imponentes que el conocimiento le proporciona el que se haya ante una encrucijada conductual, sino que es una inmensa maquinaria financiera y mercadológica la que impele al emprendedor contemporáneo a actuar. Por eso, todo es agigantado en su historia: el parque, la intentona biotecnológica, los animales resucitados, los costes, etcétera. Pieza maestra de la novelística popular postmodernista, la novela de Crichton recreó el mito del moderno Prometeo en clave disruptiva: lo que nos cuenta pudiera dar el salto de la fantasía a la realidad de maneras insospechadas. En mi ensayo "La ciencia moderna y el nuevo Prometeo", aparecido en la actual Replicante digital de este mes de agosto, realizo un análisis de ambos libros. Espero contar con el favor de su lectura en la siguiente liga: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/la-tecnologia-moderna-y-el-nuevo-prometeo/. Espero que lo disfruten y que podamos comenzar el diálogo.Enlace

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