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Revista Replicante

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martes, 20 de septiembre de 2011

Aquella mañana de septiembre


La soledad de la devastación.
Es una mañana de jueves cualquiera en la Ciudad de México. Como diariamente lo hago, llego a las 07: 10 horas a la secundaria pública a la que llevo un año asistiendo y asistiré durante dos años más. No comenzará el rito de la formación sino hasta las 07: 30, pero a nosotros nos dan acceso desde veinte minutos antes. Somos pocos en el patio central; platicando, guaseando, cotorreando. De pronto, comienzo a vivir una experiencia que recordaré con perfecta nitidez el resto de mi vida. Son las siete de la mañana con diecinueve minutos.
Más que sentir el vaivén endemoniado del suelo bajo mis pies, me concentro en el conjunto de macetas colgantes que penden de los corredores en el edificio frente a mí. Serían una docena por piso, y hay tres pisos. Al principio, se balancean de un lado a otro en sentido horizontal; en un instante, el balanceo es también en sentido vertical, de arriba abajo, hasta que el cuneo es tan violento en ambos sentidos que comienzan a estrellarse unas contra otras. Tierra húmeda, trozos de barro cocido y pedazos de plantas salen disparados hacia los corredores y hacia el patio central que flanquea al edificio principal. Me quedo estupefacto. El espectáculo es tan inusitado y el movimiento es tan atroz que lo mejor es quedarnos en medio del patio, donde ya estábamos. El edificio empieza a crujir y varias ventanas se estrellan. No siento tanto miedo como sorpresa. Estoy viviendo un terremoto.
En los instantes de su ocurrencia, todo parece ser absorbido por un descomunal silencio que magnifica los sonidos de las debilidades estructurales; el quejido inequívoco del cansancio de los materiales sometidos a una fuerza extravagante. Al poco, el aire de las calles aledañas se satura de rugidos de automotores, claxonazos, sirenas de ambulancias, el llanto histérico de las señoras, rezos e interjecciones. Se observan cuarteaduras de consideración en el edificio de mi escuela, en las bardas de las casas vecinas y algunos patios vueltos de revés. A pocos kilómetros de ahí, el edificio entero de otra secundaria se ha venido abajo, ha quedado como un pastel crujiente aplastado por la mano de un niño malcriado. Por fortuna, ahí no los dejaban entrar sino hasta las 07: 30 en punto.
Pero lo que ocurre a mi derredor es sólo una pálida muestra de lo que ha ocurrido en el resto de la metrópoli. Si en una zona (el sur de la ciudad) que se consideró de baja incidencia de daños pudimos ver diferentes estropicios y toda una edificación derrumbada, ¿qué sería de la que iba a ser declarada como zona de desastre?
En El mundo perdido, secuela de su espectacular novela tecno-gótica El Parque jurásico (Emecé, 1991), Michael Crichton ofrece la siguiente descripción de la incineración del cadáver de un dinosaurio biomanufacturado:

Devorado por el fuego, el torso crepitó, y una vez consumidas la piel y la grasa quedaron a la vista las costillas negras y planas del esqueleto. De pronto el torso giró y, debido a la contracción de la piel, el cuello del animal se irguió entre las llamas … un hocico largo y puntiagudo, hileras de afilados dientes de depredador y las cuencas vacías de los ojos, mientras todo el animal ardía como un dragón medieval alzándose hacia el cielo…

Después del terremoto del 19 de septiembre de 1985 ese era el aspecto de la zona central de la Ciudad de México. El movimiento de las placas tectónicas debajo de la zona costera de Guerrero, apéndice de la Falla de San Andrés, despatarró a la urbe y puso al descubierto sus entrañas. El esqueleto macabro de su expansión territorial, arquitectónica y social. No sólo de una urbanización dejada a la buena de Dios, sino del sistema profundo mismo de un modo de ser citadino y nacional: miserable, corrupto y negligente. El azote del subsuelo desnudó la majestuosidad de los despojos.
Así, se vienen abajo decenas de talleres improvisados en bodegones de las maquiladoras de ropa de la zona de San Antonio Abad, con sus centenares de costureras trabajando en condiciones propias de los arrabales de Nueva York cien años atrás: sin agua, sin ventilación, sin seguridad social; compartiendo el almuerzo con las ratas y recibiendo un salario que nunca llega más allá de una frugal comida familiar al día durante toda la semana.
Construcciones que no tenían por qué caerse porque fueron auspiciadas por empresarios y gobernantes que se hubieron presentado como prósperos e intachables, se hallan en ruinas: el Hotel Regis, el Centro Médico Nacional, el corporativo de Televisa, el Hospital Juárez, y el más estrujante de todos, la torre multifamiliar “Nuevo León” de la unidad habitacional de Tlatelolco.
Ni lo uno ni lo otro. Estas y muchísimas construcciones más fueron erigidas al amparo de una panda de hijos de puta que, siguiendo una larga tradición nacional, no hicieron más que ver su interés y avaricia no mucho más allá de la punta de sus narices, dejando el porvenir a las leyes del azar.
Cientos de vecindades, de la Merced a Lecumberri, llegando hasta la colonia Moctezuma, así como otro tanto de edificios de apartamentos y añejas casonas con subdivisiones amateur, de la Roma a Portales, penden de un hilo. Furiosamente endebles, dejan a sus moradores al descubierto, sin saber a dónde ir ni a quién pedir auxilio. Los vemos fuera de los muros que pudorosamente escondían sus respectivas realidades: los primeros son más pobres de lo que jamás pensamos, y los segundos están más arruinados de lo que pudimos siquiera sospechar.
Siguiendo el trazo de la onda expansiva, que pierde fuerza conforme sus circunvoluciones se abren y debilitan en el camino a los extremos de la metrópoli, se observa el desencajamiento de verdades amañadas que se tuvieron por demostradas: las zonas de Villa de Cortés, Marte, Sinatel, Prado, Tasqueña y Churubusco presentan daños estructurales considerables, especialmente en los condominios. Drenajes despedazados y tuberías estalladas asomando entre las aceras; bardas que se han venido abajo, innumerables fugas de gas, cortocircuitos y un aguacero de cristales rotos por doquier. La sede de la antigua Universidad Iberoamericana ha quedado inservible. Ha terminado el mito de la clase media citadina; auto engañada pensándose próspera y pudiente, ahora sólo experimenta miedo e incertidumbre.
El Hotel Regis hecho añicos.
El temblor abre la tierra y el asfalto, aniquila edificios, daña casas y colapsa durante semanas el vértice central del país. Ese día conocimos la ciudad de verdad. Junto con los emblemáticos centros arquitectónicos marcados por el desastre, cayó el telón de lo que nos representamos y nos representaron durante décadas los mandamases de esta baratija de nación tercermundista que somos: la clase gobernante, la burguesía y los sultanes de los medios masivos de comunicación mal actuando una obra que mezclaba el mito de la “raza cósmica” con el del american way of life.
Finalmente, esa mañana clara de septiembre, se nos acabó el hechizo. Despejamos el vaho del espejo y nos vimos, más con tristeza que con espanto, como lo que somos: un inmenso conjunto de soledades que comparten un espacio común. Descubrimos la metrópoli profunda: una tierra de nadie en un país pobre, atrasado y cruel, sin remedio en el horizonte.

Ah, casi lo olvidaba, el supuesto nacimiento de la sociedad civil dicen que también ocurrió ese día. Los románticos siempre subrayan la solidaridad del día siguiente. El viernes veinte, no hay autoridad que dé la cara. Desde los primeros minutos que sucedieron al movimiento tectónico principal, los servicios de emergencia trabajan puntualmente en la medida de sus posibilidades, pero lo hacen a la manera de los accidentes cotidianos. Es inexistente una red de protección civil y una estrategia de cobertura de emergencias masivas. La única institución que supuestamente posee este aparato es el Ejército, pero depende del Presidente de la República quien en ese momento es una musaraña, pequeño y tímido animal escondido en la tierra.

Sí hubo solidaridad espontánea, pero efímera.
Entonces, de manera espontánea, cientos de jóvenes y adultos, principalmente hombres, se dan cita en los lugares más dañados para improvisar labores de rescate. Su voluntad y altruismo, junto con el metro subterráneo que se balanceó con impresionante tecnología entre el lodo del subsuelo y transportó a la mayoría de estos ciudadanos a los puntos del desastre en los días subsecuentes, son lo único que no decae en esos momentos de la ciudad. Salvan dos puñados de vidas y ayudan a que los cadáveres no se vuelvan meras cifras, sino que puedan ser reconocidos como los despojos de personas que alguna vez le importaron y siguen importando a alguien. Sus acciones fueron encomiables, pero efímeras. No hicieron eco ni crearon tradición. La solidaridad urbana fue flor de un día. Fue la excepción que confirmó la regla.
El terremoto de 1985 adquiere entonces una cualidad casi metafísica. Tuvo que ser el caprichoso vaivén de la tierra el que trajera luz a una población ensimismada y ciega. Su energía atractora nos unió por unos días para vernos en la intimidad, dispersándonos después, lanzándonos a nuestro desorden cotidiano. Entonces clarificamos los engaños y obtuvimos certezas. La principal de ellas es que esta ciudad es un vitral hecho añicos. Irremediablemente roto, sólo el tiempo histórico podrá tal vez volver a unirlo alguna vez. Pero éste se cuenta en siglos, no en décadas.
Hoy, la ciudad es inaprensible, incluso inenarrable. Se halla atomizada, sin punto de partida ni de parada. Carente de ligaduras, imbuida en una perpetua guerra urbana. Ha imperado el sistema-mundo al uso, versión bananera mexicana. Opera puntualmente, disgregando y segregando, excluyendo y apartando...

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