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Revista Replicante

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domingo, 10 de mayo de 2015

El envite posmorenacentista de Rob Zombie


A principios del milenio, en el transcurso de una conversación con Miguel Bosé, me contó que estaba dirigiendo un proyecto colectivo poli artístico en España. Funcionaba como una escuela interactiva en la que un conjunto de artistas jóvenes se ejercitaba en la creatividad; adquirían nuevos conocimientos y proponían novedades; todos ellos versados en diversas disciplinas: música, poesía, escultura, cine, danza. La idea era que la mayor parte de su trabajo lo realizaran a la luz de lo que estaban haciendo los demás. Todos estaban al tanto de lo que se hacía en común y tomaban ideas, conceptos, chispazos de inspiración, del resto de las practicantes. Le comenté que me parecía una idea excelente y que había en ella visos de prácticas neorenacentistas. Asintió y dijo que justo esa era la idea del proyecto, y que él mismo era parte activa de éste, no solamente como líder, sino como uno más del equipo: algunas de las composiciones de su disco Olvídame tú (WEA, 2002) habían surgido de dicho colectivo.
Si el proyecto de Bosé tenía la virtud de amalgamar una serie de artes en un colectivo interactivo, la labor del estadounidense Rob Zombie (Massachusetts, 1965) parece superarlo en cuanto a masa crítica: su trabajo artístico amalgama y pone en interacción diversas disciplinas en un solo hombre. Afianzado en manifestaciones estéticas que hasta la fecha siguen siendo consideradas de segundo orden por la crítica establecida, como son el rock alternativo, los cómics y las cintas de terror, el oriundo de Haverhill ha erigido una constelación artística marcada sin lugar a dudas por la esencia del postmodernismo: el pastiche.
Caracterizado hace una generación por Fredric Jameson como “the increasing unavailability of the personal style”, y en el que “Modernist styles thereby become postmodernist codes”, para remachar afirmando que “Pastiche is thus blank parody, a statue with blind eyeballs… the imitation of dead styles, speech through all the masks and voices stored up in the imaginary museum of a now global culture”.[1] En suma, el pastiche como la esencia misma de la decadencia del arte moderno. Decadencia provocada, de acuerdo con el filósofo estadounidense, por el desarrollo propio del capitalismo que en la segunda mitad del siglo XX entró en su fase más recalcitrante, conocida como capitalismo tardío, signada por la mundialización del capital financiero, la penetración global de las empresas transnacionales con sede en los centros del poder mundial, y el esparcimiento sin equiparación de una cultura popular rápida, superflua y teledirigida.
No obstante esta lapidaria interpretación del pastiche, parece que la realidad de la creatividad postmoderna ha contradicho a Jameson. A partir de la retoma de estilos pasados, la mixtura estética y la reiteración temática, propias del pastiche, muchos artistas contemporáneos han elaborado productos culturales de gran valía crítica, creativa y simbólica. De las sarcásticas novelas gótico-pop de Bret Easton Ellis a las instalaciones e intervenciones de los Chapman Brothers, el arte pastichesco cuenta como una evolución sin más del arte contemporáneo.
Ese sería el sentido, entonces, de la apropiación estética de motivos, fetiches y símbolos de la cultura popular de masas que se retrabajan para dar lugar a una exaltación entre contestataria e ironista de los mismos. La incorporación de lo chabacano, lo chocarrero y lo vulgar (en lo que se incluye lo televisivo, lo caricaturista y lo roquero, ejemplos recurrentes de lo culturalmente deleznable para los puristas) para generar una serie de motivos artísticos en los que se difumina la tradicional demarcación entre alta y baja cultura, sostenida tácitamente por Jameson en sus momentos más radicales.
En este contexto debemos entender la apuesta multimediática de Rob Zombie. Niño teleadicto, veía hasta ocho horas seguidas de televisión; medio al que ve como una herramienta creativa.[2] Se encuentra así sólidamente vinculado a la era de la pantallización de lo creativo, a las comunicaciones instantáneas y a la globalización de la cultura pop que se transforma en expresión de una era, una generación y un estado de la sociedad en general, como lo han subrayado Lipovestsky y Serroy: “En menos de medio siglo hemos pasado de la pantalla espectáculo a la pantalla comunicación, de la unipantalla a la omnipantalla… es la era de la pantalla global”[3].


 
Zombie en vivo en una gira reciente.



Esto influyó de manera determinante en la primera expresión exitosa de su abigarrada carrera creativa: la puesta en escenario de su música. Desde muy temprano, comprendió que la viabilidad del show business musical está necesariamente vinculada con la teatralidad escénica. Por más que en la década que le dio sus primeros momentos de gloria los noventa del siglo pasado, claro está, era casi contracultural afirmar que era KISS y no Nirvana el verdadero futuro del negocio del rock. Como correctamente describió un crítico de Rolling Stone sus impresiones de la primera gira como solista en la segunda mitad de la mencionada década: “The new Zombie spectacle is an electroboogie burlesque that throws a 10,000-volt switch on the nightmare gallery of one of rock’s truly obsessive and obsessively guarded personalities… Outsize video screens spew forth every sick-kitsch image that has haunted Zombie since childhood: A-bombs, dragsters, vampires, pinups, rocket ships, biblical hellfire, billowing Stars and Stripes, and sundry icons of evil”.[4]
Desde el inicio, junto con el rock (más o menos inclasificable: entre el metal, la electrónica, el alternativo y el pop), la ilustración, los cómics y el video fueron instancias creativas permanentes en su trabajo. A través de ello, ingresó a su espacio creativo un mundo popular, llano, decadente incluso (“Zombie worshiped the wacked-out, low budget efforts of Ed Wood and James Whale and the seditious camp of Roger Corman and Russ Meyer. He’d been primed for such obsession at an early age”[5]), pero con enorme vitalidad, que en su momento explotaría con una intencionalidad estética bien definida: retar los límites del gusto artístico de herencia burguesa, en una era en la que dicho gusto debiera ser ya una reliquia, pero que sin embargo sigue generando tendencias críticas internacionales.



Zombie On Stage


El arco de su creatividad llegó al clímax con la incorporación del arte cinematográfico al conjunto de sus desarrollos artísticos. En la generalidad de esta diseminación creativa, podemos identificar una dialéctica bien definida. Una dualidad dinámica entre lo utópico y lo distópico. Algo que ha sido una constante en el imaginario social, político y estético de Occidente durante todo su periplo Moderno y Postmoderno. Las visiones utópicas han sido el fundamento de ingenierías sociales de diversa magnitud, lo mismo que generadoras de enclaves vitales, principalmente urbanísticos y educativos, a lo largo y ancho del mundo. La imaginería distópica, por su parte, ha comandado un flujo crítico del statu quo que se esparce lo mismo en la literatura y la filosofía que en el ecologismo finisecular y en las resistencias anti sistémicas internacionales. En este sentido, el arte de Zombie es una biopsia de los motivos semióticos que constituyen la cultura de nuestra época. Así, su música es primordialmente utópica; en tanto que su cinematografía es enteramente distópica. Cómics e ilustraciones engarzarían ambas tendencias.
El primer esfuerzo sonoro lo llevó a cabo a finales de los ochenta con la hoy emblemática banda del sonido de los noventa, White Zombie. Lo ahí presentado no rebasó lo que la mayoría de los grupos metaleros underground de la época intentaba realizar: una separación sonora, de imagen y de vistosidad videográfica con relación a la generación roquera precedente, liderada por el glam metal de los ochenta y su expresión chocarrera, el hair metal, que básicamente ejecutaba power ballads y rock and roll con solos de guitarra para un público adolescente, fiestero y vacuo. La propuesta de White Zombie, en cambio, incluía una imagen desaliñada y agresiva, una música cruda y sin retoques y una voz ríspida o gutural, ajena al falseteo y a las notas altas de su contraparte comercial. Los álbumes Soul Crusher, de 1987, y Make them die slowly, de 1989, se inscriben dentro de esta tendencia. Si bien fueron un intento adecuado de posicionarse en la escena metalera innovadora de aquella época, no lograron un impacto mayor ni en la escena de la Costa Este, donde iniciaron, ni en el mundo roquero estadounidense en general.
En cambio, el arribo de la banda a la década de los noventa, propositiva como pocas en el mundo del rock, fue con una contundencia roquera que no se experimentaba desde el arribo de la NWOBHM[6], diez años atrás. “Welcome to the Planet Motherfucker/Psychoholic Slag”[7], el primer track de su fundacional álbum La Sexorcisto: Devil Music, Vol. 1,  fue la declaración de principios de la nueva música de la banda, de la escena alternativa y de la década de los noventa entera. Rejuego de ritmos hiphopeados, base rítmica hardroquera, sintetizadores discretos con toques de art rock, riffeo de heavy metal clásico e interpretación vocal con destellos del thrash metal de los ochenta. Todo ello en una mixtura virtuosa interconectada en sus presentaciones en vivo con fetiches televisivos, emblemas de películas terroríficas de bajo presupuesto y, en general, una visualidad teatral, campi y caricaturista. Por si fuera poco, White Zombie incluyó a la primera bajista permanente en una banda masculina en la historia del rock duro, Sean Yseult. Disco que, por supuesto, contenía uno de sus más sonados éxitos, “Thunder Kiss ‘65”, que sentó las bases para una incorporación transgenérica que sería explotada en extenso por Zombie como solista (con un ejemplo claro de ello en su colección de mixes del ’99, American made music to strip by): los ritmos sintetizados bailables con la estructura alternativa y metalera de las canciones.



Los años de White Zombie


Circunstancia que se acentuaría en la siguiente producción de la banda: Astro Creep 2000. Con un ritmo más potente y acelerado, el que fuera el último álbum de la banda marcó la era de la masificación de su música, de la centralidad del heavy metal alternativo como el ritmo sin el cual no se comprendería el rock de finales del siglo XX. Pleno de canciones contundentes como “Electric Head”, “Super-Charger Heaven” y, claro está, la pieza que se convertiría en himno de la fiesta en escena, “More Human than Human”[8]. El disco, excelente pieza musical en sí mismo, no puede separarse del arte que lo acompaña, creado por el propio Zombie (algo que ya había avanzado en el booklet de su anterior producción), para comprender el sentido utópico de su música que intento ahora argumentar. Seres grotescos, demonios en la tierra, chocarreros y lujuriosos, mujeres de sexualidad estrambótica; el reino de una picaresca de arrabal postmodernista a todo neón, bajo una mano artística frenética, agresiva y refrescante. 



Parte del arte del Astro Creep 2000


La serie de ilustraciones de Rob Zombie para la última placa de su grupo primigenio subraya lo que musicalmente establecía la banda: en el microcosmos expansivo de su arte, todos estaban convidados. Ritmos importados de géneros diversos, el público heterogéneo, propio de los noventa, como también lo fue de la misma época el multiculturalismo y la integración de los regionalismos de la periferia hacia el centro atractor del sistema productivo mundial; la apología de la integración justamente de lo periférico, lo extraño y lo extravagante queda establecida así por medio del arte elocuente de Zombie. En su proyecto artístico musical se realiza el sueño utópico de la integración festiva entre lo convencional y lo grotesco. La música así propuesta es el cumplimiento de la mixtura entre lo alienado y lo normalizado. Su carrera solista no seguirá un camino diverso y, por el contrario, lo reiterará con cada nuevo álbum. Ejemplo de ello es la ejecución en vivo del hit “American Witch”[9], original del destacado, melódico y atmosférico disco del 2006, Educated horses. Con una atmósfera visual creepy festiva, la canción quiebra la premisa de la exclusión de las disidencias, reflejada en el video proyectado con una trama caricaturesca de la época de la quema de brujas en Norteamérica, para dar lugar al jolgorio integracionista en medio de un carnaval postmoderno de diversión musical y éxtasis toxicológico pacifista. Los shows de Rob Zombie son así una apología  del multiculturalismo finisecular en clave de festejo terrorífico, pastichesco, socarrón y decididamente lúdico; una inmensa fiesta de Halloween a ritmo de heavy metal con componentes musicales heterogéneos (la electrónica, el pop, el glam de los setenta), de altos decibeles y contundencia escénica espectacular. Por ello, no es casual la incorporación del destacado cover (que ganó en potencia, rispidez y estructura metalera) de la canción “We’re an american band”, original de Grand Funk Railroad, en su más reciente producción discográfica, Venomous rat regeneration vendor: “We’re an American band/We’re coming to your town, we’ll help you party it down/We’re an american band”. Afirmación de la festividad inclusiva sobre el escenario; el deseo de cumplir con lo que el crítico de arte David M. Bell ha llamado la “utopía nómada” por medios musicales postmodernistas.[10]




"American Witch" y "Dragula", videos musicales de Rob Zombie


Continuando con la veta ilustradora señalada líneas arriba, durante la pasada década de apertura del milenio, Zombie confeccionó cómics en plenitud. Estos reflejan una tensión entre el jolgorio y el desencanto cultural. Quizá con mayor inclinación hacia la rama utópica, por medio de una amalgama satírica plena de humor, soft porno, clichés, retomas humorísticas y maliciosas de cómics y caricaturas precedentes y la mixtura imparable de series de televisión, horror shows baratos y cintas clase B; pero siempre teniendo como trasfondo un mundo que hace tiempo se fue al infierno, poblado de listillos, perdedores, héroes de dudosa reputación e incontables seres subhumanos, propios de la imaginería popular en torno a la noche de brujas estadounidense.
Así, en el Superbeasto (The Haunted World of El Superbeasto es el nombre oficial), la plena elaboración sobre esta semiología popular da espesura al personaje central que nombra la serie: un luchador de estilo mexicano, basado inequívocamente en las películas de Blue Demon (máscara azul de cabeza completa, suéteres de cuello alto y blazer cruzado incluidos), mujeriego y fanfarrón, lucha contra zombis, hombres lobo, demonios y demás personajes tenebrosos en medio de una alta tensión sexual en trama y dibujos, inmersos en un mar de descripciones y diálogos que emulan las stand-up comedies de la Unión Americana. Por eso, no en vano la versión fílmica homónima en dibujos animados (2009) incluyó la activa participación guionística del afamado comediante Tom Papa, que además encarnó la voz del personaje central.
En tanto que su más reciente personaje principal, el Baron von Shock (Whatever Happened to Baron von Shock?), es una hilarante sátira sobre el mundo de la televisión y sus efectos personales, la consecución de los proverbiales 15 minutos de fama y el destierro social que sigue al término de la moda efímera en la pantalla chica. Ámbito mass mediático que ha sido caro a Zombie y que constituye el fundamento visual y creativo en general de buena parte de su propuesta artística. El tono sarcástico del cómic alcanzaría hasta a él mismo en lo que bien podría interpretarse como un acto auto reflexivo. Como justamente dice el personaje en una de las viñetas de la serie: “Oh yes, my brothers, I was on television, the magic idiot box of life. I wasn’t regular folk anymore. I was touched by the gods... And this would soon provide me with the only two possible elements on the periodic table I needed to survive in this cold cruel world: drugs and pussy”.



El Superbeasto, en cómic y en película


Pero este mundo inclusivo, satírico, jocoso y que plantea una decadencia vivible con base en el hedonismo postmoderno, es completamente cancelado en su cinematografía. Allí entramos a la cosa real: las puertas del Averno que se han abierto aquí en la Tierra. Si lo grotesco cumple el sentido utópico de la armonía de los opuestos en su música y en sus historietas, en su cinematografía es tratado con la crudeza del mundo tal cual es. Un lugar distópico plagado de violencias en perpetua oposición. A diferencia de otras manifestaciones progresistas, con las que de manera cierta puede ser identificado el arte de Rob Zombie, en tanto que director de cine nunca ha cometido el error, subrayado por Joseph Heat y Andrew Potter en un libro de tintes conservadores pero lúcidamente crítico, Nation of Rebels; a saber: “If countercultural thinking has led to a certain naiveté when it comes to crime, it has encouraged an almost unconscionable glamorization of mental illnes”[11]. Nada de eso hay  en la cinematografía zombiana. Esta es cruda, precisa, desolada y desoladora. Vierte en el espacio cinematográfico la ríspida representación de los residuos irredentos del sistema social en su esperpéntica virulencia sin glamorizarlos, elogiarlos o dotarlos con algún tipo de solución de continuidad redentora. Son execrencias sistémicas y, como tales, se regodean en la brutalidad de su existencia. 


 
Rob Zombie al frente de la dirección cinematográfica

Así entonces en su ópera prima, House of 1000 corpses (2003), trepidante iniciación cinematográfica de Zombie, plantea un tema y un tratamiento que será recurrente en el resto de su cinematografía hasta la fecha. La mixtura entre lo pesadillesco y lo concreto. La rehechura del horror tradicional, enraizado en una variada arquetípica social, y acartonado de manera churrigueresca durante el siglo XX por medio de la instrumentalización hollywoodense de dichos motivos, que en no pocas ocasiones llegó a extremos caricaturescos, es llevado por el cineasta al horror verdadero, aquel producido por los seres humanos en la cotidianidad de su vileza pedestre. Sobre esta estructura, la película es erigida como un abigarrado pastiche fílmico en el que se mezclan estereotipos visuales de las cintas, programas televisivos y personajes típicos del horror estadounidense, conformando un espacio fílmico pulp: popular y estridente. Al mismo tiempo, esta arriesgada juntura (arriesgada por kitsch y consabida, si bien justo esa es la intención de la misma) es hilvanada por la descarnada historia de una familia de asesinos seriales, los decadentes, alienados y demenciales Firefly. Familia psicopática que, en el nivel de la estereotipia simbólica, representa la reproducción perpetua de la antisocialidad endémica, subproducto ineludible de las sociedades industriales y postindustriales: el bagazo atormentado de los desclasados, obligados a supervivir en los linderos del sistema-mundo capitalista al uso.
De esta manera, el tránsito entre el divertimento del terror carnavalesco, vulgar y obvio, perfectamente representado por el viaje que un grupo de jóvenes extraviados en una noche de brujas realiza a través de un túnel del terror de feria de pueblo (el “Murder Ride”), comandado por el siniestro personaje del Captain Spaulding (Sid Haig), en el que observan representaciones de mal gusto de diversos asesinos seriales, se convierte en el ominoso presagio de lo que les ocurrirá en la vida real. Una orgía de sangre y tortura a manos de un grupo familiar retorcido, desquiciado y completamente alienado. Alienación que es trenzada por dos elementos nucleares: la deriva de la mente inconsciente y la invisibilidad de su circunstancia social. Datos de lo subterráneo (en sentido psicológico y social) que el director con habilidad representa en la figura catacúmbica del Dr. Satan (Walter Phelan): personaje insondable, mitad asesino y mitad demonio, que habita por debajo de los campos aledaños a la casona de los Firefly.


Captain Spaulding en House of 1000 corpses


Bajo la dirección de Zombie, es claro que los componentes de violencia extrema e instinto asesino, no son privativos de las periferias sociales dilapidadas por la privación y el aislamiento generalizado, sino que también encarnan sádicamente en los aparatos de represión institucionalizada; de ahí la configuración del personaje del sheriff John Wydell (William Forsythe), central en la trama de la secuela de la cinta, The Devil’s Rejects (2005): auténtico justiciero psicópata con placa cuyo hermano George, teniente de policía, es asesinado en la cinta del 2003 por la madre de la familia, Gloria Firefly (Karen Black en la primera parte y Leslie Eastbrook en la segunda), mientras realiza una inspección rutinaria en la desvencijada residencia de la demencial familia.
Entonces, en The Devil’s Rejects, el cineasta erigió un western macabro con un nuevo estilo, alejado del estridentismo impresionista de la primera entrega, logrando un efecto de equilibrio entre ambas cintas al momento de retratar los bajos fondos rurales estadounidenses. También es el inicio del hiperrealismo en su cinematografía. Desde la secuencia inicial, con la llegada de Wydell y un pelotón de policías al rancho de los Firefly con la finalidad de realizar una redada de la familia, observamos un espacio vital absolutamente decadente, depauperado, espeluznante y en ruinas. El espectador puede sentir con contundencia la violencia espacial de aquellos enclaves que despectivamente se han llamado “white trash”. La totalidad de la cinta, en efecto, es una recorrido por dichos espacios sociales alienados, los lugares de escoria del capitalismo tardío que han confeccionado modos de vida propios, ajenos a las consideraciones aburguesadas de la sociedad de los integrados. Al respecto, ha dicho contundente la filósofa estadounidense Susan Buck-Morss que erróneamente se ha creído que en las sociedades formalmente democráticas, no existen acorralamientos sistemáticos de amplios sectores poblacionales con fines de aislamiento programático; en cambio, afirma que de manera similar a los cercos punitivos de condiciones infrahumanas que existieron en los regímenes totalitarios paradigmáticos del siglo XX: el campo de concentración nazi y el gulag soviético, también los regímenes auto nombrados “liberales” tienen sus propias formas de ejercer la exclusión y la crueldad sistematizadas: “El capitalismo perjudica a los seres humanos mediante la negligencia más que por el terror. Comparada con la voluntad personal de un dictador, la violencia estructural de las «fuerzas» del mercado aparecen propicias. Aquellos individuos (o grupos) excluidos de los mundos soñados del capitalismo son responsables de su propia exclusión. El destino de los pobres es el ostracismo social. Su gulag es el gueto”.[12]
Así, esos amplios espacios de exclusión social que comienzan como rebabas del sistema económico y que terminan como desechos de los procesos de humanización edificante por medio de la escuela, la civilidad y el ejercicio de los derechos políticos, terminan por constituirse en fábricas de seres humanos forjados para la supervivencia ante un entorno altamente hostil; en consecuencia, la violencia, los desenfrenos y el resentimiento como motivación fundamental son su forma de vida. Aunado a ello, involuntariamente generan lo que se podría llamar una estética del desperdicio por medio de una inventiva chocarrera en el manejo de desechos como un intento pragmático de integrarse, aunque sea mínimamente, con el resto de la sociedad. El resultado es un revoltijo visual grotesco, kitsch y pedestre que resalta aún más la condición periférica de estos estratos sociales.
Como director de cine, Rob Zombie ha mostrado un ojo quirúrgico para recrear dicha estética, rindiendo en la dinámica de la pantalla efectos a un tiempo naturalistas y repulsivos. Tal es el caso de la mencionada casona y, muy especialmente, del motel y burdel nombrado Charlie’s Fun Town donde se esconden tres de los asesinos seriales buscados por la justicia: Spaulding y los jóvenes Otis (Bill Moseley) y Baby (Sheri Moon Zombie). Espacio arquitectónico vulgar, centro del mal gusto y de la criminalidad de bajo perfil que se extiende a lo largo y ancho de la sociedad contemporánea. Criminalidad que en el caso de los Firefly es potenciada por una profunda psicopatía que el cineasta jamás ensalza o justifica como producto de la desventaja social retratada en ambos filmes. Como evidencia la secuencia del asalto, secuestro, tortura y asesinato de otra familia lumpen que se encuentran durante su huida en un motel de carretera, la violencia desenfrenada de los asesinos de Zombie es consustancial a ellos y la ejecutan siempre con gozosa demencia criminal. Nadie más que ellos es responsable de su sed de sangre y del desenfreno de su odio social materializado en la aniquilación física y mental de sus semejantes. El director se convierte así en un cronista ficcional de la miseria real y nunca en un redentor progresista de la exclusión social.
En el ínterin, Wydell ha difuminado la línea de la ejecución de la justicia con el deseo de venganza y la grandilocuencia justiciera “I realized that there is no line”, afirma. Está decidido a asesinar en los propios separos de la comisaría a la madre del clan, única que fue posible arrestar en la fallida y sangrienta redada con la que abre la cinta, y a encontrar a los fugitivos para darles muerte “como a perros callejeros”, aunque para eso tenga que actuar por completo al margen de la ley, como hace al contratar a un par de sicarios para que cumplan con su objetivo. Y, finalmente, capturar, secuestrar y torturar personalmente y a mano limpia al trío de psicópatas, en una escena oscura, descarnada e hiperrealista.


Los Firefly dando rienda suelta a su psicopatía

El sheriff Wydell en acción


Justo este tamiz cinematográfico fue puesto en marcha por el polifacético artista estadounidense cuando llegó a sus manos la franquicia de Halloween.[13] Una de las cosas más notables de la serie original de estas películas es que, más allá de que hace una generación saltaron de inmediato al carácter de clásicos contemporáneos del género de horror, ha sido la falta de un tratamiento causal de la historia para enfatizar, en cambio, el carácter surrealista, incluso espectral, de la trama. Por lo contrario, en la versión de Zombie (en dos partes, una del 2007, y otra del 2009), enfatiza la causalidad social, familiar y psicológica del asesino en serie Mike Myers, al tiempo que mantiene la tensión supra natural sobre su habilidad de supervivencia extrema. En ello, es clave la primera entrega de la cinta, puesto que ahí elabora con cuidado los orígenes de la perturbación mental del Myers preadolescente (Daeg Faerg), hijo de una familia disfuncional, estancada en los arrabales de la sociedad norteamericana, quien presenta las características estereotípicas de los futuros serial killers: tortura y asesinato de animales, junto con una incontrolable rabia anti social. La primera noche de orgía sanguinaria del joven, es experimentada por él como un acto de liberación. Liberación de la ira y liberación de las trabas culturales que impedían que diera rienda suelta a su razón de ser: la destrucción sistemática de toda aquella persona que se cruce en su camino. Asimismo, en esa primera noche de desenfreno sangriento, descubre el poder de la máscara que cubrirá para siempre su verdadero ser; “hago máscaras para cubrir mi fealdad”, dice a su madre (Sheri Moon Zombie) en una de sus visitas al manicomio donde es recluido. Con el paso de los años, en dicha reclusión, pierde cualquier hilo de sociabilidad que lo ligaba con el resto de sus semejantes; para cuando es un joven híper desarrollado que escapa violentamente de la reclusión, se encuentra ya más allá del resto de las personas. 


 
El joven Myers: la psicopatía como atributo de lo social



El Myers adulto: más allá del mundo de la interacción humana


Al cabo, con la retoma de la cintas de Halloween, Zombie ejecutó su más destacada cualidad cinematográfica hiperrealista, que lo coloca más allá del gore típico y del naturalismo clásico. El resultado descarnado, por supuesto, no es para todos los gustos, pero su recreación puntual del detritus social y de la formación viva de la perturbación mental lo han catapultado a un lugar prominente dentro de arte cinematográfico actual, incluso más allá del propio pastiche que, por definición, representa todo remake en el cine.


El hiperrealismo zombiano en Halloween II


Con este antecedente, decidió hacer su película más ambiciosa hasta la fecha: The Lords of Salem del 2010. La propuesta central del filme puede resumirse con la formulación de una paradoja consustancial a la era moderna: el mal atávico persiste incluso después de la Modernidad. La civilización que emergió de la época del iluminismo, la racionalidad epistémica y el conocimiento científico, no pudo extirpar las pulsiones violentas, destructivas, anti humanistas, de los seres humanos. Tal es el sentido del explícito aquelarre que prologa y acentúa de manera recurrente la sencilla historia central de la cinta: la inmersión en dicho mal atávico de una mujer completamente postmoderna: la DJ y conductora de radio Heidi Laroc (Sheri Moon Zombie). Soltera, independiente, tatuada, con look alternativo, con problemas de drogadicción y, como es propio de nuestro tiempo, con una visión sarcástica sobre las ancestrales creencias religiosas en torno al bien y el mal; algo bien subrayado con la escena de la entrevista al líder de una banda de black metal noruego, Count Gornnan (puntual parodia del Count Grishnakh, nombre con el inicialmente fue conocido en dicha escena musical Varg Vikernes, músico radicalizado e intelectualizado que comenzó como satanista y terminó como paganista romántico de la cultura vikinga), a quien se toma a puro pitorreo; preguntando elocuente que por qué adorar al “Gran Chivo” y no mejor al “Gran Cerdo”.
Si bien el mal persigue a Heidi por su herencia de sangre, puesto que uno de sus antepasados fue el reverendo Jonathan Hawthorne que promovió juicios y ejecuciones contra las brujas de Salem, este es detonado por una pieza musical que llega a sus manos por medio de un viejo disco de vinilo en una caja rústica y enigmática, signada por un símbolo rúnico como distintivo de su cubierta. La música que se escucha en el disco es copia fiel de la notación utilizada en los antiguos aquelarres de finales del siglo XVII; “Blaphemous music”, la llamaría entonces Hawthorne. La reproducción de la misma hace que Heidi, primero al escucharlo en su casa, y otras mujeres del poblado después, cuando deciden transmitirlo en la estación de radio, entren en un trance psicótico que, al cabo, las guiará por la senda de la revisitación de los añejos rituales satánicos.
En este punto, Zombie, hombre dedicado de toda la vida a la música, trabaja con una cualidad esencial de esta: su capacidad para generar envoltorios vitales de aislamiento del entorno. La música en la Modernidad es el sustituto de los estados místicos de huida del mundo de la antigüedad. Algo que ha destacado Peter Sloterdijk: “…el desarrollo sin precedentes de la música occidental sólo se puede comprender desde la necesidad de producir un sucedáneo de amplitud cultural convincente para el desierto perdido y el refugio monacal clausurado… olvido del ser desde todos los altavoces, banal falta de mundo en cada casa y a todas horas del día. Desde que hay auriculares, el principio de desconexión del mundo progresa en el moderno consumo musical también a escala de los aparatos”.[14]


El extraño vinilo, talismán del pasado


Debido a esta característica, en la película, la música se convierte en el vehículo primordial de modificación psíquica de la protagonista y de otras mujeres de la trama. Por medio de su componente atmosférico allana el camino hacia la ritualidad del mal que se experimentará en un mundo que ha quedado dislocado para ese y otros cultos de vinculación metafísica y parapsicológica. En el nivel simbólico, la melodía del aquelarre representa el derrumbamiento de los diques clínicos que Heidi precariamente ha logrado establecer contra su adicción a las drogas. Cinematográficamente, esto es representado por la atmósfera opresiva del edificio de apartamentos donde vive y la atracción sobrenatural que el departamento 5 ejerce sobre la circunstancia vital de la protagonista y que, al cabo, se convertirá en un ominoso pasadizo de expansión psíquica, sensual y terrorífica para ella. Tras la escucha, el trance y las alucinaciones pesadillescas, Heidi recae en la adicción. Entonces, se abre magnificente ese espacio gobernado por un dios enano y repugnante que la aprisiona con tentáculos umbilicales en una catedral blasfema, chocarrera y cínica. La deidad del crack.  



Heidi, en la catedral de la farmacodependencia



Es aquí donde propongo justamente una interpretación alegórica y no literal del filme de Zombie. La prevalencia del mal en la era tecnocientífica es, sin duda alguna, la de la expansión de la violencia por la omnipresencia global de las armas de fuego, en un espacio social que ha universalizado la neurosis crónica. Sin ésta, las armas de fuego serían inocuas (algo que invariablemente pasan por alto los opositores de las armas en manos ciudadanas). Pero ante todo, dicha prevalencia radica en la encarnización del mal en la subjetividad contemporánea, en su vulnerabilidad física, psicológica y material ante un mundo agigantado que no cesa de expandirse. Desarrollos tecnológicos vertiginosos, comunicaciones instantáneas, provisionalidad familiar y amorosa, economía turbulenta, cambios súbitos de paradigmas de convivencia, tanto formal como informal, etcétera.
En esta circunstancia, las individualidades contemporáneas encuentran el remedio a la inasibilidad del Ser en el hogar químico de las drogas, en los excesos placenteros, en la acumulación mercantil sin fin. El periplo criminal, terrorífico y demoníaco de Heidi debe ser visto bajo esta luz: su acceso al mundo de lo maldito coincide con su retorno a la drogadicción. El mal arcaico que la persigue es aquel que la auto destruirá sin remedio. Hoy, como en el siglo XVII, la presencia de lo demoniaco ritualizado es una alternativa para metamundializarse; poner un cerco a la opresión mundana y liberarse psico-sensualmente a su negación rotunda. En ambos momentos de la historia, la figura del demonio es el núcleo simbólico en torno al que se construye la huida del mundo, la válvula de escape para las psiques atribuladas que desean la cancelación del peso de lo ordinario. Como ha referido Sloterdijk en su magno ensayo sobre las drogas, “…en condiciones de consumo privado, toda sustancia psicotrópica acaba por cumplir, tarde o temprano, la definición de lo demoníaco. En la relación con el demonio, pierde el sujeto su voluntad en favor de su más poderoso socio. En verdad, todo individuo que no quiera perecer de prosaica consunción debe llevar una consabida relación con aquello que sabe que es más fuerte que él mismo”.[15]
En este sentido, el filme rebasa la mera consecución de los tintes surrealistas del realismo fantástico de suspense, al estilo de The shine de Santley Kubrick, algo que de manera cierta el propio Zombie ha expresado como una de sus intenciones al elaborar la película, para erigirse como una ficcionalización simbólica del estado espiritual de nuestros tiempos: en la era de la desaparición de la metafísica, los impulsos entrópicos que antiguamente se focalizaban y resguardaban psicosemánticamente en la figura del demonio, se difuminan y esparcen en nuevos demonios y poderes destructivos, centrados en el sujeto quien, en última instancia, posee el poder de utilizarlos en contra del prójimo y, muy especialmente, en contra suya; por ello, la escena final presenta a Heidi en un paisaje infernal y abominable, como soberana inmaculada y petrificada de la destrucción en torno suyo.

*Este ensayo fue originalmente publicado en Replicante:  http://revistareplicante.com/el-envite-posmo-renacentista-de-rob-zombie/



[1] Fredric Jameson, Postmodernism, or, the Cultural Logic of Late Capitalism, Londres, Verso, 1991, pp. 16-18.
[2] Confróntese, Steven Daly, “Rob Zombie, Monster of Rock” en Rolling Stone #805, 4 de febrero de 1999, p. 49.
[3] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La pantalla global, Barcelona, Anagrama, 2009, p. 10.
[4] Ibíd., pp. 49-51.
[5] Ibídem.
[6] New Wave of British Heavy Metal. Movida de metal inglés de finales de los setenta/principios de los ochenta con bandas, hoy clásicas, como Iron Maiden, Def Lepard, Diamond Head, Saxon y Raven.
[7] Se puede escuchar en: http://youtu.be/DbAZ8ICgT-0

[8] Se puede escuchar en: http://youtu.be/E0E0ynyIUsg
[10] “The concept of the nomadic utopia seeks to retain Adorno’s utopia’s negative, inmanent rejection of the present without doing away with the ‘positive’, spatial aspect of utopia... The nomadic utopia is spatially situated, but it remains a place of becoming; a place-in-process. It remains a utopia only to the extent that it is open to change, and to the extent that that change is open to change... I have suggested that the spaces created by improvising musicians function as nomadic utopias”, en su ensayo “Art’s Utopian Function”, disponible en http://nomadicutopianism.wordpress.com/2011/04/22/art-and-utopia/

[11] Joseph Heat y Andrew Potter, Nation of Rebels, Harper Business, Nueva York, 2005, p. 143.
[12] Susan Buck-Morss, Mundo soñado y catástrofe, Madrid, Antonio Machado Libros, 2004, p. 207.
[13] Elaboré una versión extendida (en inglés) sobre las cintas de Halloween de Rob Zombie en mi BLOG: http://guillenresearch.blogspot.mx/2012/01/how-to-build-serial-killer.html

[14] Peter Sloterdijk, “¿A dónde van los monjes?. Sobre la huida del mundo desde la perspectiva antropológica” en Extrañamiento del mundo, Valencia, Pre-Textos, 2008, pp. 118-119.
[15] Peter Sloterdijk, “¿Para qué drogas? De la dialéctica de huida y búsqueda del mundo” en Extrañamiento del mundo, ópera citada, p. 144.